Oct. 13, 2024 9:52 pm

Uruguay ha dado un paso firme en la lucha contra la corrupción al aprobar una ley que incorpora el delito de enriquecimiento ilícito al Código Penal. La legislación, aprobada por unanimidad en la Cámara de Diputados y respaldada por el Senado, introduce sanciones severas para los funcionarios que experimenten un incremento patrimonial significativo e injustificado.

Sin embargo, si bien este avance parece encaminado a fortalecer la transparencia en la administración pública, es fundamental examinar cuidadosamente los posibles efectos y motivaciones detrás de esta reforma, especialmente considerando su origen en una coalición de izquierda.

Este artículo explora las implicaciones de la nueva ley, cuestiona algunos de sus aspectos más controvertidos y ofrece una reflexión crítica sobre su impacto potencial.

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Un marco para el enriquecimiento ilícito: ¿transparencia o control?

La nueva normativa establece penas que oscilan entre los 18 meses y seis años de prisión, acompañadas de multas que pueden alcanzar los 645 mil dólares para aquellos funcionarios que se enriquezcan ilícitamente. Además, los funcionarios deberán presentar una declaración jurada de bienes e ingresos, incluso hasta dos años después de dejar el cargo. En apariencia, la ley busca asegurar una mayor rendición de cuentas en el servicio público, pero ¿es esto realmente una medida efectiva o simplemente un mecanismo de control del Estado sobre sus funcionarios?

Desde una perspectiva crítica, es legítimo preguntarse si esta ley, que fue impulsada principalmente por la izquierda uruguaya, está diseñada para combatir la corrupción o si, en el fondo, podría convertirse en una herramienta que afecte la libertad de los funcionarios públicos y limite su capacidad para tomar decisiones sin miedo a represalias. Si bien no cabe duda de que la corrupción debe ser combatida con firmeza, también es importante evitar que las políticas destinadas a eliminarla terminen promoviendo un Estado excesivamente intervencionista.

La obligación de declarar bienes hasta dos años después de dejar el cargo puede, en principio, parecer una medida razonable, pero ¿cuál es el límite? La propuesta inicial del Frente Amplio, que extendía este plazo a cinco años, sugiere que el control sobre los funcionarios podría haberse expandido aún más. Este tipo de normativas, si no se implementan adecuadamente, corren el riesgo de ahogar la libertad individual de los servidores públicos, quienes podrían verse obligados a tomar decisiones políticas bajo un escrutinio constante, en lugar de actuar de acuerdo a sus convicciones o a las necesidades de su función.

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Medios públicos de Uruguay explicó sobre la ley:

“Los senadores de todos los partidos que integran dicha comisión acordaron aprobar un texto alternativo a los dos proyectos, presentados por del Frente Amplio y de Cabildo Abierto, respectivamente. Este nuevo proyecto de ley fue propuesto por el Instituto de Derecho Penal y Criminología de Facultad de Derecho de la Universidad de la República.

El texto propone que el artículo 159 Bis del Código Penal establezca lo siguiente: “El funcionario público con la obligación legal de presentar declaración jurada de bienes e ingresos que, para beneficio propio o de terceros y durante el ejercicio de su cargo, incluso hasta dos años después de haber cesado en su desempeño, obtenga indebidamente a través de su función o por la administración ilícita de fondos públicos, por sí o interpuesta persona, un incremento patrimonial significativo e injustificado en relación a sus ingresos legítimos, será sancionado con una pena de 18 meses a seis años de penitenciaría, multa de 50 UR a 15.000 UR e inhabilitación de dos a cinco años”. Al valor de la Unidad Reajustable (UR) de este mes, la multa máxima rondaría los US$ 661.000.

Esta modificación fue aceptada por entender que “despeja dudas sobre la constitucionalidad”, dijo al mencionado medio, quien será el miembro informante este miércoles en el Plenario de la Cámara de Senadores, el frenteamplista Eduardo Brenta.”

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Los legisladores de izquierda que promovieron la ley afirman que la intención de la norma es clara: “No sanciona la afectación al patrimonio del Estado, sino el abuso de poder para enriquecerse”. Sin embargo, esta afirmación genera algunas dudas. La ley, al centrarse exclusivamente en el «abuso de poder», podría abrir la puerta a interpretaciones subjetivas sobre qué constituye un enriquecimiento «ilícito» y quién tiene el derecho de juzgarlo.

Es crucial preguntarse: ¿Quién decide qué es un abuso de poder y qué no lo es? Este tipo de legislación puede ser susceptible de politización, donde aquellos que tienen el poder de investigar y sancionar podrían usarlo para sus propios fines. En un país donde el poder político tiende a concentrarse en determinadas fuerzas partidarias, la implementación de esta ley podría derivar en un arma de doble filo: se establece con la intención de atacar la corrupción, pero podría ser utilizada para castigar a aquellos que discrepan con el poder de turno.

En este sentido, la referencia que hace la ley al “lobby empresarial” y al «uso abusivo del poder político» también merece una revisión crítica. Si bien es indudable que hay casos en los que el poder se ha utilizado en detrimento del interés público, no todas las relaciones entre funcionarios y empresarios implican corrupción. El riesgo aquí es que la legislación castigue o disuada la cooperación legítima entre el sector público y el privado, obstaculizando el desarrollo económico y la inversión.

Les recuerdo que el Frente Amplio es una coalición política de izquierda en Uruguay.

Dicha Ley estaba propuesta desde hace muchos meses antes, ¿por qué hasta ahora el Frente Amplio dio voto para que sea aprobada?…..

El riesgo de la subjetividad y el principio de inocencia

Otro de los puntos controvertidos de esta ley es su potencial para violar el principio de presunción de inocencia, un derecho fundamental en cualquier sistema democrático. Aunque los legisladores insisten en que la ley no invierte la carga de la prueba ni presume culpabilidad, en la práctica, podría suceder lo contrario. Los funcionarios, al tener que justificar su patrimonio incluso después de dejar el cargo, se ven en la posición de tener que demostrar su inocencia, lo que pone en riesgo el principio de que todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

Por otro lado, la necesidad de presentar declaraciones juradas periódicas y detalladas puede crear una burocracia innecesaria que absorba tiempo y recursos, tanto para los funcionarios como para las entidades encargadas de fiscalizarlos. Y aunque el argumento detrás de esta medida es fortalecer la transparencia, no queda claro si la ley será capaz de evitar casos de corrupción reales o si simplemente generará una mayor carga administrativa sin atacar el problema de fondo.

¿Es la ley suficiente para prevenir la corrupción?

A nivel regional, varios países de América Latina han implementado leyes similares para luchar contra la corrupción, aunque los resultados han sido mixtos. En Argentina, por ejemplo, las normativas sobre enriquecimiento ilícito han existido durante años, pero la corrupción sigue siendo un problema estructural en su administración pública. En Perú y Brasil, escándalos como Odebrecht han puesto de relieve la necesidad de medidas más estrictas, pero las leyes por sí solas no han sido suficientes para frenar el abuso de poder.

La pregunta entonces es: ¿será esta ley efectiva en Uruguay o simplemente servirá como un gesto simbólico? Es probable que la respuesta dependa de la capacidad de las instituciones uruguayas para aplicar la ley de manera justa y sin sesgos políticos. Si bien la aprobación de esta normativa es un paso en la dirección correcta, es importante no caer en la complacencia. Uruguay ha sido reconocido como uno de los países menos corruptos de América Latina, y debe cuidar que sus políticas anticorrupción no se conviertan en mecanismos para la persecución política o el abuso de poder por parte del propio Estado.

Si bien es innegable que la corrupción debe ser erradicada, también es crucial que las leyes que buscan combatirla no generen efectos colaterales que puedan limitar la autonomía de los servidores públicos o ser usadas como herramientas de control político. El futuro dirá si esta ley es efectiva o si necesitará ajustes para asegurar que su aplicación sea justa y equitativa, sin comprometer los derechos fundamentales de los funcionarios.

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